Gerardo Sofovich: el origen del Padrino

En sus últimos meses, mientras alternaba internaciones de urgencia y horas de prime time, Gerardo Sofovich accedió a hacer un reportaje a fondo con Rolling Stone, en el que recorrería una vida que es también la historia de la televisión argentina. El 28 de noviembre de 2014, en su casa del Palacio Alcorta, apenas unos días antes de viajar a Punta del Este, concedió la primera de las tres entrevistas a las que se había comprometido. La conversación se centró en su infancia, la relación con sus padres y, muy especialmente, el accidente que a los 6 años le costó la pierna izquierda: a los 77, seguía recordando todo con precisión y la furia que sentía por la empleada que supuestamente lo descuidó aquella mañana permanecía intacta. Era un hombre montado sobre un enfado histórico que exhalaba una voz trémula, algo cansada, esa voz inconfundible que lleva décadas en las pantallas argentinas, ahora desmenuzando rabiosamente un hecho íntimo y determinante. A su alrededor, asistentes y secretarias escuchaban como por primera vez. Un lujo fortificado en la gama de los dorados rodeaba la escena. Las paredes se llenaban con recortes de notas hablando de Gerardo, debidamente enmarcadas. La entrevista fue hecha sabiendo que el verano interrumpiría el trabajo. Pero fue la muerte, y no el verano, lo que dejó inconclusa la Rolling Stone Interview.


La obra para televisión de Sofovich es crucial para medir la cultura de masas argentina de los últimos cincuenta años. Con Alejandro Romay perimido, Sofovich era el último Barón de las pantallas, un patriarca ennegrecido por su leyenda de productor maldito, de dictador, de arquitecto del maltrato, pero sublimado por una composición que nutrió los consumos populares argentinos como ninguna otra. Está el tipo, Gerardo Sofovich. Y está lo que el tipo hizo: televisión.
Dejó una obra poderosa de personajes indiscutibles, con Fidel Pintos, Jorge Porcel y Juan Carlos Altavista como actores insignes. Los tres ocuparon una silla en esa gran mesa nacional del café que fue Polémica en el bar. Porcel, además, fue Don Mateo Popovich, el barbero mayor de su histórica peluquería. Las mujeres, en cambio, tuvieron otro rol y significaron su flanco, su zona blanda: Sofovich fue un cosificador mucho antes de que se inventara el término. La voluptuosidad ochentosa de Yuyito González, Noemí Alan y Luisa Albinoni marcó una época. Y la verdad es que la chica Sofovich es nuestra chica Bond, así de perturbador.
Su obra también fue él mismo: el hedonismo, el elogio del dinero y sus proyecciones simbólicas. El casino, los gemelos dorados en los puños de las camisas, las minas a bordo de los yates, el fútbol visto desde los palcos. Sofovich fue esa clase de rico que promueve el riquismo, uno de esos adultos mayores de La Biela y de Rond Point que también se come una mariscada en El Corralón porque es amigo de sus amigos, aunque como enemigo de sus enemigos le fue mejor. Fue un tipo duro, o mejor: endurecido, una criatura apta para el choque, un púgil herido y enojado para siempre con la mujer que él señalaba como responsable de su desgracia iniciática. No sabemos si de verdad odiaba a las mujeres, probablemente nunca haya dejado de odiar a esa mujer.
Un chisme post mortem lo puso de vuelta en la televisión de la tarde: un amor mal curado, unas amenazas, el rumor de un arma con la que asesinaría a una mujer para luego quitarse él mismo la vida le dieron un último espasmo de actualidad antes de la ausencia definitiva. En ese cuento mediático póstumo, en esa fábula hecha de mármol y de cartón, se resume la dualidad del personaje y la del mundo del espectáculo nacional, ahí donde Sofovich fue rey durante tanto tiempo.
¿Quiénes fueron tus padres?
Mi viejo fue un periodista importante de su tiempo, a quien también le gustaba escribir. Era muy amigo de (Enrique Santos) Discépolo, de (el poeta y dramaturgo Alberto) Vaccarezza, un tipo muy especial, con una sensibilidad de hombre de izquierda, bohemio, muy afectuoso, no se parecía a esos padres distantes que por la década del 40 miraban a sus hijos de lejos. A mi viejo, Manuel Sofovich, siempre lo tuve muy cerca. Y mamá era una mujer hija de griegos, de una familia de joyeros de Atenas.
¿Cuál es la casa de tu infancia?
¿Terminamos con la historia de los viejos, si me permitís?
Perdón.
Son siete hermanos de parte de mamá, todos nacidos en lugares diferentes. En cambio la familia de mi papá tuvo otro arraigo en Argentina. Los hermanos de papá eran también siete pero mis abuelos paternos fueron de los primeros inmigrantes judíos aquí en el país, de los que trajo (el Barón) Hirsch. Tal es así que papá nació en 1900, en Pergamino, y ya había un hijo mayor, Felipe Sofovich, que había nacido también en Argentina dos años antes.
Un entramado cultural fuerte el de tu casa.
Sí, sí. Bueno, Luisa Sofovich, una de las hermanas de papá, fue poetisa, poeta como le dicen ahora, novelista, y ganadora del Premio Municipal de Poesía del año 41, si no me equivoco. Y además fue la mujer de Ramón Gómez de la Serna, uno de los cuatro Ramones junto con Del Valle Inclán, Jiménez y Pérez de Ayala.
¿Tenías relación con esa tía? ¿La recordás?
Tenía, pero no era una relación muy estrecha con ella. Periódicamente De la Serna nos invitaba a su casa en la calle Hipólito Yrigoyen, que estaba a unas cuadras del Congreso. Era un museo ramoniano, prácticamente. Las paredes estaban todas tapizadas con fotos de él, o de recuerdos muy importantes de él. Era un tipo muy especial, Ramón.
Contame un recuerdo lindo de tu infancia.
Ese, ése mismo, cuando íbamos a la casa de Ramón.
¿Qué edad tenías vos en esa época?
[Sofovich se acerca, me pide que repita, no escucha del todo bien] Y, debo haber empezado a ir a los 8, 9 años, y habré ido hasta los 12, 13. Me acuerdo porque ya había ocurrido el accidente. Tenía 6 años cuando perdí gran parte de la pierna izquierda.
¿Ese es un accidente que te ha perseguido siempre o lo superaste?
No, no tuve tiempo, lo elaboré sobre la marcha. Estaba ahí, me ocurrió, era un hecho. Así que había que enfrentarlo.
¿Recordás cómo fue?
Fue por la distracción de una pelotuda de mucama que nos tenía a mi hermano y a mí. Ese día había cambiado el sentido del tránsito de nuestra calle. Y yo era un chico inquieto, estaba ahí, subiendo y bajando el cordón de la vereda. De golpe sentí que estaba debajo del tranvía.
¿Sobre qué calle ocurrió?
En Charcas y Uruguay ocurrió todo, en la esquina. Nosotros vivíamos a dos cuadras de ahí, mamá había mandado a buscar algo a la farmacia y esta estúpida de empleada nos llevó a los dos, a mi hermano Hugo y a mí.
¿Hugo estaba con vos en ese momento?
Sí, fue un testigo involuntario de ver cómo su hermano perdía una pierna, pobre. Imaginate, tenía dos años y nueve meses menos que yo.
¿Alguna vez, de grandes, hablaste con Hugo de lo que pasó ese día?
Nunca hablé con mi hermano de lo que me pasó en la pierna.
¿Nunca?
Si él no podía analizar nada, tenía 3 años cuando pasó.
A veces el cuerpo registra una memoria que es distinta a la memoria consciente.
No, pero además, yo miré para adelante.
¿Con 6 años? ¿Con apenas 6 años enfocaste para adelante? Eras muy chiquito, Gerardo.
Sí, era muy chiquito, pero no me importó. A los pocos meses papá consiguió una pierna ortopédica, que en ese momento eran los modelos de la inmediata posguerra, por eso se desarrolló la industria ortopédica tanto en Estados Unidos como en Alemania; son los países líderes, tenían mutilados por doquier. Y mi viejo me consiguió la mejor prótesis de la época.
Hablame más de tu padre.
Papá nos llevaba a todos lados. El estuvo en la redacción fundadora del diario Crítica, fue uno de los hombres que seleccionó Natalio Botana para hacer su gran diario. Después pasó por Noticias Gráficas, que era otro diario muy importante, en el que estuvieron tipos como Bernardo Verbitsky, Pedro Orgambide, Scalabrini Ortiz, Osvaldo Bayer. Y nosotros siempre lo acompañábamos. Para mí, Enrique Santos Discépolo era un tío. Comíamos con (Raúl) González Tuñón, con Enrique Guastavino. Eran personajes habituales en nuestra casa, cosa de todos los días.
¿Y políticamente cómo se ubicaba tu familia?
Papá era socialista, un socialista convencido. Llegó a trabajar en La Vanguardia. Le venía de sus padres, de mis abuelos, que en una época vivían en una casa chorizo, en Once. Yo no llegué a conocerla, pero es parte de los relatos de la historia de mi familia, donde cada vez que los corría la cana se iban a refugiar ahí Alfredo Palacios, Nicolás Repetto, Américo Ghioldi. Iban a pasar la noche, a escapar de la policía. La casa de mis abuelos era el refugio de los tres o cuatro grandes líderes socialistas que tenía la Argentina en aquellos años.
Crecés en una familia de judíos socialistas, entonces.
Sí, exactamente. Ese es el ambiente de la casa en la que crecí. Un día me encontré a Don Alfredo Palacios en un canal, ya estaba grande, y lo veo desorientado por un pasillo, se ve que lo habían invitado para un programa. Entonces le digo: "Don Alfredo, permítame, a dónde va, yo lo acompaño, pero quiero que sepa que soy el hijo de Manuel Sofovich". "Uy, la familia Sofovich, cuántos recuerdos", me dijo.
¿Cómo creciste después de ese accidente? O para preguntarlo mejor: ¿De qué manera el accidente en el que a los seis años perdiste la pierna afectó el resto de tu vida?
Yo era un chico que tenía algo... que no sé bien cómo explicar. Lo tengo que definir como vocación de líder. Yo era un nene con vocación de líder absoluta. En la escuela yo era el líder de mi grado, eso lo recuerdo claramente; en el secundario me pasó lo mismo, y ya era un chico que había perdido la pierna. O sea, con un pierna menos, yo lideraba a los chicos que tenían las dos piernas, fijate.
¿Sentís que fue el accidente lo que fortaleció esta vocación de líder que vos decís que ya tenías desde pequeño?
Yo creo que tuvo mucho que ver, sí. Yo le veía la cara de pena a mi viejo, justo a él, que no estaba para nada acostumbrado a sentir pena por nadie, y mi reflexión, aun de pendejo, con 10, 11 años. "Pobre mi viejo", decía yo. "Debe creer que yo no voy a poder defenderme en la vida. Debe estar derrumbado."
¿Vos pensabas que él pensaba eso?
Claro.
En ese momento no había un diálogo muy fluido entre hijos y padres, los padres eran una cosa más bien lejana.
No, no, mi viejo era algo muy especial.
¿Cómo lo demostraba?
Mi viejo nunca me exigió y yo fui cuadro de honor durante los cinco años del colegio secundario. Cuando venía a casa con un 9 le daba explicaciones, porque no había sacado 10. Y él me decía: "Está bien, no hay problema". El no me exigía un 10, yo me lo exigía.
¿Para vos mismo?
No, para mostrárselo a él.
¿A qué escuelas fuiste?
La primaria la hice en el Colegio Emilio Lamarca, en la calle Ayacucho entre Paraguay y Charcas, ahora se llama Marcelo T. de Alvear pero para mí sigue siendo Charcas.
Un chico del Barrio Norte, entonces.
Sí, pero de tradición judía. Y además, era otro Barrio Norte. Fijate que en la misma manzana estaba el edificio del Colegio Champagnat, que era una masa de cemento, gigantesco. Yo veía el patio del Champagnat desde mi dormitorio. Y veía también una de las mansiones patricias de Argentina, donde sacaban a pasear por el jardín interior, que era el corazón de manzana, dos caniches [dice "canish"] de los grandes. Los perritos tenían la peluquería hecha, los sacaban dos mucamos a pasear por ese jardín, era maravillosa la escena, el cuidado, y después venían los jardineros. Ver a los jardineros trabajando, yo me pasaba horas en mi ventana. Ese lugar se demolió y ahí se construyó la Galería Santa Fe. Todo ese terreno de la mansión era de una sola familia, que me parece que era una rama de los Paz, creo recordar. Nosotros vivíamos en el único edificio de la manzana.
¿Dónde estaba exactamente tu casa?
Montevideo y Rodríguez Peña.
Qué raro para la época, un edificio ya en esa zona.
Sí, se recortaba sobre el techo de todo el mundo, de todo el resto del barrio. Tenía siete pisos en el cuerpo de adelante y en el de atrás, ocho. Era muy alto para la época. Y justo al lado, en la entrada por Charcas, estaba el corralón de materiales que después fue la entrada por Charcas de la Galería Santa Fe.
¿Cuál era el clima íntimo en tu casa?
La verdad es que era un departamento muy cómodo para nosotros. En este solo ambiente que ves acá [Gerardo panea con la mirada el ambiente que nos rodea, en el Palacio Alcorta] entraba todo nuestro departamento donde vivíamos los cuatro felizmente. Tenía un pasillo con una entrada, un hallcito, otro pasillo, a un lado el comedor, el pasillo daba a los dos dormitorios y al baño, un dormitorio era de papá y mamá y el otro era de Hugo y mío.
¿Compartías habitación con tu hermano?
Por supuesto, éramos austeros.
¿Durante cuánto tiempo?
Hasta que me casé.
¿De esa casa saliste ya para casarte?
Sí, sí.
O sea que viviste ahí...
Hasta los 28.
Y vivías en esa casa desde...
Llegué con 5 años, un año antes del accidente. Antes habíamos vivido en un chalecito de la calle Sinclair, que tenía apenas dos cuadras y después venía un terraplén. Ahora en esa calle están los restaurantes.
Compartías cuarto con Hugo. Esa relación tan tormentosa que tuvieron después...
En esa época no lo era, no tenía nada de tormentosa la relación con mi hermano por esos años. Al contrario, Hugo siempre fue más chiquito que yo; quiero decir, corporalmente. Además, en esa época, esos tres años de diferencia se notaban. Yo era el que lo defendía en la plaza, cuando alguno se quería hacer el vivo con él. He pegado unas cuantas trompadas para defender a Huguito.
Le llevabas exactamente...
Dos años y nueve meses. Además, para los numerólogos hay una cosa muy divertida: mamá era del 9 de agosto, papá era del 9 de octubre, el primer hijo les nace un 18, yo, el 18 de marzo, y el segundo hijo también el 18, de diciembre, que era Hugo.
El perfecto encastre de los números.
Los números hablan.
¿Vos sabés escucharlos?
Depende de la noche.
Si viviste hasta los 28, habrás visto toda la transformación del barrio.
¿Del barrio? De todo Buenos Aires. Desde esa ventanita yo vi cómo cambiaba el mundo.
¿Qué cosa no pudiste volver a hacer después del accidente?
Gambetear.
¿Cómo?
Yo en esa época ya jugaba al fútbol.
¿De qué jugabas?
Y, generalmente iba de arquero, y eso que era el dueño de la pelota. A veces me mandaba un poco para adelante pero me costaba mucho tirar la gambeta. Pateaba bien, me había acostumbrado a la prótesis, pero gambetear no podía.
¿No era una casa rica, la tuya?
No, para nada. Para que te des una idea, el día que muere papá lo único que quedó en casa fue... me dieron en la mano el último sueldo como editorialista del diario El Mundo, y ése fue todo el dinero que quedó.
Dentro del periodismo, ¿cuál era la pasión de tu padre?
La bohemia, ésa era la única verdadera pasión de mi viejo. Pudo haber sido rico, pero no le interesaba. Perón lo llamó cuando decidió sacar Epoca y Democracia. Le contó que iba a poner en circulación esos dos diarios y le preguntó cuál quería dirigir. Papá le dijo: "Yo le agradezco, General, pero no coincido con sus ideas así que sería inmoral que me hiciera cargo de un diario que está destinado a hacer publicidad de su gobierno".
Ah, antiperonista.
Sí, bastante.
¿De los antiperonistas bien decididos?
No era un gorila acérrimo, digamos. No vivía arañando las paredes, pero sí, era antiperonista. Y los dos periodistas que se hicieron cargo de Epoca y Democracia, que eran amigos de papá, se llevaron muchísima plata.
¿Y tu mamá?
Lo acompañaba en todo, en todo, eran inseparables. Incluso un tiempo después de que muere papá, mi mamá tuvo un intento de suicidio. No podía soportar la vida sin él. Menos mal que la agarramos a tiempo. Esto con Hugo lo hablábamos permanentemente, ya los dos de mayores, de adultos, durante los últimos años de Hugo, tratando de recordar una vez que los viejos hubieran discutido delante nuestro. ¿Y si no era delante nuestro cómo iban a discutir si el dormitorio estaba pegado? Con Hugo no recordábamos una sola discusión. No puede ser, decíamos, pero ya de grandes, ¿eh? Tratando de recordar. Y no, nunca.
¿Los extrañás?
Ya no. Ya me acostumbré. Papá murió en el 60. Mamá en el 75, los tengo siempre presentes, sí, claro, fueron mis viejos, pero estoy acostumbrado a su ausencia.
¿Eran judíos religiosos?
No, para nada. Socialismo ateo puro en casa.
¿Se hablaba idish en tu casa?
Entre ellos, cuando no querían que nosotros supiéramos de qué hablaban. Igual con Hugo nos ingeniamos para entender algunas palabritas de idish.
¿Por dónde pasaba la vida?
Por jugar en la plaza.
¿Qué plaza era la tuya?
La de Rodríguez Peña que está frente al Palacio Pizzurno, y otra donde está la estación de servicio en la esquina con Paraguay, que antes era una plazoleta. En ese cuadrado de pasto, entre Rodríguez Peña, Callao, Charcas y Paraguay me crié. Ahí nos criamos con mi hermano. Ahí nos criamos todos los chicos que vivían por ahí. Era jugar a la bolita, o jugar a las figuritas. Y te voy a contar algo, que tiene que ver también con mi accidente.
¿Qué cosa?
Lo primero que pedí después de perder la pierna fue una bicicleta.
¿Cómo pedaleabas?
Al principio me costaba, y entonces con mi barra de amigos organizamos un juego donde no había que pedalear. Era así. Nos íbamos por Avenida Corrientes, yo medio como podía, y nos poníamos todos en posición como para tirarnos por la bajada de Alem, ¿viste la que llega hasta el Luna Park? Bueno, nos tirábamos desde ahí arriba. Uno de nosotros se iba hasta Alem y nos daba el okay cuando veía que no venía ningún auto, y te juro que en 1947 pasaba un auto muy cada tanto. Entonces cuando veíamos la señal de largada, todos nos dejábamos caer con las bicis, pero no valía pedalear. Ganaba el que llegaba más lejos sin tocar el piso con los pies, hasta caerte de la bici. El anhelo de todos era llegar hasta la Avenida Madero, pero era imposible.
¿Recordás tu bicicleta?
Una Phillips inglesa de paseo, era mi orgullo.
¿Te hacía ganar?
Ganaba, perdía, todos ganábamos y perdíamos.
¿Después aprendiste a pedalear?
Yo me adapté a todo.
¿A qué más jugabas?
Junto al corralón de materiales ése que estaba en la manzana de mi casa, había una dependencia del ejército. Y en la puerta había un jeep Willys, de los de la Segunda Guerra Mundial, y permanentemente buscábamos con qué entretenernos. Un día descubrimos que el jeep, dándole arranque (que era con un pedal con manivela que tenía abajo), avanzaba cuatro o cinco metros. Entonces nos estudiamos bien los horarios del cambio de guardia, que tardaba entre 15 y 20 minutos. Cuando la puerta quedaba desierta, empezábamos a darle a la manija del burro de arranque y, de a cinco metros, llevábamos el jeep a dos cuadras, dos cuadras y media, siempre en lugares diferentes. Entonces salía siempre un sargento con seis colimbas a dar vueltas por el barrio para ver dónde habíamos dejado el jeep.
Por lo que contás, pero especialmente por la forma en que lo contás, parece haber sido una infancia plena, feliz, a pesar del accidente.
Hubo que reponerse, no me iba a perder la infancia por culpa de una empleada incompetente.
Quedaste enojado de por vida con ella, ¿no?
No, ya está. Será que no le habrá dado la cabeza para más.
Enojadísimo.
Como verás, sobreviví.
¿Qué pasó cuando la infancia terminó, cómo fue tu adolescencia?
Todo ocurrió tan rápido, sin solución de continuidad. Después del Lamarca fui al Colegio Nacional N° 2 Domingo Faustino Sarmiento, que me quedaba a cinco cuadras; ahí hice completita la secundaria, en Libertad y Quintana. Los cinco años en el cuadro de honor estuve.
¿Te resultaba fácil estudiar? ¿O te exigías?
No, me resultaba fácil. Yo no creo en los milagros, nada de eso, pero hay dos cosas que agradezco tener porque he sido bendecido con ellas, son como dones: una es la memoria, y la otra es la vista. Yo no sé lo que es usar un anteojo, y tengo 77 años. Leo la letra chica sin problemas y manejo a 220 kilómetros por hora en la ruta. Aún hoy.
¿En qué momento ese chico que se tira en bici por Avenida Corrientes empieza a ver que hay un mundo de los negocios, de la producción, de los medios? ¿Cuándo nace el Gerardo Sofovich que va a terminar haciendo buena parte de la televisión argentina?
Nace el día que muere papá, el 3 de junio de 1960. Ese día yo tengo 23 años, mi viejo con 59. Se me murió en mis brazos.
¿Cómo fue eso?
Yo venía de dar un examen en la facultad y me había tirado a dormir. Viste que cuando preparás un examen estás varios días sin dormir, entonces llegué y me acosté.
¿Facultad de qué?
De Arquitectura, UBA. Me faltaron seis materias para recibirme. Fui presidente de la FUBA, también.
Volvamos a la muerte de tu padre.
Llegué, me acosté, y todo lo que escuché fue la voz de mi vieja en el dormitorio de al lado, que dijo: "Manuel". Cuando mi vieja dijo su nombre yo sabía que mi viejo se estaba muriendo. No me preguntes cómo lo supe, pero lo supe. Me levanté, salí corriendo, lo agarré conmigo y se me murió encima. Ahí nací yo como hombre.
¿Cómo arrancaste?
Mi primer trabajo fue en publicidad, pero me daba cuenta de que no era exactamente lo que yo soñaba. Es decir, se parecía, pero sólo se parecía. Yo venía trabajando freelance en Noticias Gráficas también, siempre me gustó el periodismo.
¿Cuál es tu primer programa?
Balamicina, con Carlitos Balá, en el comienzo de los sesentas.
Primero la televisión, después la revista, el teatro.
Exacto.
¿Cuál es la diferencia más grande entre esos dos universos?
En teatro tanto las vedettes como las bailarinas tienen la obligación de estar enamoradas de su director.
Drástico.
Es así.
Qué vino después de Balamicina.
La primera Operación Ja Ja. Creo que es del 63.
En esa Operación ya estaba el germen de Polémica en el bar y La peluquería de Don Mateo, dos programas con los que te va a reconocer mi generación, aunque durante los noventas esa misma generación haya tomado distancia de tu figura pública.
Tu generación me tiene que pedir perdón a mí.
¿Por qué?
Porque siempre me atacaron, y nunca me entendieron.
Por Alejandro Seselosvky

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